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Homilías de Pedro José Martínez Robles

Miércoles, 5. Septiembre 2012 - 13:27 Hora
DOMINGO 23 DEL TIEMPO ORDINARIO /B

"Le presentaron un sordo, que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos".
Las escenas de milagros en el Evangelio son extraordinariamente simples, alejadas de todo espectáculo; comprendidas en su profundidad expresan de modo entrañable, incluso emocionante, la extraordinaria aventura del hombre y su relación con Dios.
El enfermo que se acerca a Jesús es siempre representante del dolor y la esperanza de la humanidad entera, es la descripción simbólica de nuestra indigencia. El gesto de Jesús es como un sacramento del amor de Dios que significa la Plenitud que él da, es un signo de la vida que se suscita en el corazón de todos los hombres. Hoy se acerca a Jesús un sordo y mudo. Y Jesús le toca y le cura. Una mirada penetrante sobre la humanidad de todos los tiempos, también la nuestra, descubre, bajo el griterío humano, un conjunto de sordos y mudos; y Jesucristo cura, es decir, abre oídos y desata lenguas, el oído y la lengua del corazón.
-Jesús le metió los dedos en los oídos y con saliva le tocó la lengua... y le dijo Effetá (esto es, "ábrete" . Los hombres corremos el peligro de estar cerrados a la verdad; cada uno de nosotros va recorriendo su camino, guiado por sus categorías y no escucha o no atiende a la luz. En medio de este mundo Jesús dice y es la Verdad. Su Palabra, su Vida, su Muerte, hablan, anuncian la Verdad sobre Dios, sobre la Vida, sobre la esperanza, sobre la pobreza, sobre el hombre auténtico. El gesto de Jesús que toca el oído con el dedo es un pequeño signo de toda su persona que anuncia al Dios vivo y habla de la vida humana plena; cuando Jesús toca realmente el oído es cuando dice: "Dichosos los que trabajan por la paz", o "no sólo de pan vive el hombre", o "reunid tesoros que no se echen a perder", o "Dios es como un Padre que acoge al hijo que vuelve". Esta es la verdad sobre Dios y sobre el hombre, que abre el oído y penetra en el corazón hasta suscitar el asentimiento y la entrega.
Cuando el hombre ha experimentado que se le abren los oídos interiores por la experiencia interior de la luz, inmediatamente se le desata la lengua. Deja de hablar de superficialidades, de tonterías, deja de dar importancia a cosas que no la tienen y habla de la Verdad, de la Justicia, de la Paz; habla de la clase de hombre que hay que ser y de Dios que ama; toda su persona anuncia otro mundo. El mismo Jesús dice: "de la abundancia del corazón habla la boca" (/Mt/12/34); cuando el corazón ha comprendido las bienaventuranzas, la cruz o la resurrección, la lengua habla de la alegría del servicio, de la esperanza de la vida.
-"Al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad".
El sordo-mudo es signo, además, de otra realidad: los hombres acostumbramos a vivir encerrados los unos para con los otros, ignorándonos, pasándonos mutuamente de largo; no nos sabemos escuchar y no nos sabemos hablar. En la familia, en el trabajo, entre amigos; con frecuencia damos la sensación de que las palabras, más que comunicarnos, llenan vacíos. La obra de Dios consiste en hacer posible que los hombres salgamos del recinto cerrado de nuestro castillo y nos comuniquemos. Este es el lenguaje del amor entre personas.
Hemos escuchado en la segunda lectura que Santiago nos urge a no hacer diferencia entre los hombres por el hecho de ser pobres o ricos; es un pequeño paso de apertura a cada persona, que no vale precisamente por sus riquezas. Hay que seguir dando pasos en la línea del Espíritu de Jesús; debemos acercarnos a cada uno en lo que tiene de tú personal, en su misterio, en su grandeza y sus esperanzas, sus decepciones, sus quejas, su mediocridad; se trata de saber escuchar a todos. Saber lo que el otro dice con la palabra, con el gesto, con el silencio, incluso con un grito o con una ofensa. Abrir el oído del corazón al otro para llegar a comprenderle, ésta es una delicada manifestación del amor evangélico.
Comunicacion/cerrazon: Y luego saberle hablar. Hablar significa abrir también el propio interior, colocarse al lado como de igual a igual, hacerle partícipe de las propias ilusiones, las propias decepciones, las propias esperanzas, los propios sufrimientos. Esto es hacerse "todo a todos" (1Co/09/22). Jesús viene a liberarnos del infierno de la mutua cerrazón, viene a abrirnos unos a otros, a hacer posible un amor humano; que llegue hasta la comunicación, siempre tan difícil, pero el único camino de las relaciones humanas. Saber escuchar cuando hay que escuchar; saber callar cuando hay que callar; saber hablar cuando, como y lo que hay que hablar. Esta nueva humanidad merece las descripciones ilusionadas y poéticas de Isaías: "Han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa; el páramo será un estanque, lo reseco un manantial; los oídos del sordo se abrirán, la lengua del mudo cantará". En la base está la primera apertura; la apertura del corazón a la Palabra de la Verdad y de la boca al canto, a la alabanza y a la acción de gracias.
GASPAR MORA




Martes, 28. Agosto 2012 - 13:23 Hora
DOMINGO 22 DEL TIEMPO ORDINARIO /B


Deuteronomio 4, 1-2. 6-8; Santiago 1, 17-18. 21. 27; Marcos7, 1-8. 14-15. 21-23.

Jesús enseña «la ecología del corazón»

Lo que contamina al hombre

«Oídme todos y entended. Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. [...] Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre».

En el pasaje del Evangelizo de este domingo Jesús corta de raíz la tendencia a dar más importancia a los gestos y a los ritos exteriores que a las disposiciones del corazón, el deseo de aparentar que se es -más que de serlo- bueno. En resumen, la hipocresía y el formalismo.

Pero podemos sacar hoy de esta página del Evangelio una enseñanza de orden no sólo individual, sino también social y colectivo. La distorsión que Jesús denunciaba de dar más importancia a la limpieza exterior que a la pureza del corazón se reproduce hoy a escala mundial. Hay muchísima preocupación por la contaminación exterior y física de la atmósfera, del agua, por el agujero en el ozono; en cambio silencio casi absoluto sobre la contaminación interior y moral. Nos indignamos al ver imágenes de pájaros marinos que salen de aguas contaminadas por manchas de petróleo, cubiertos de alquitrán e incapaces de volar, pero no hacemos lo mismo por nuestros niños, precozmente viciados y apagados a causa del manto de malicia que ya se extiende sobre cada aspecto de la vida.

Que quede bien claro: no se trata de oponer entre sí los dos tipos de contaminación. La lucha contra la contaminación física y el cuidado de la higiene es una señal de progreso y de civilización al que no se puede renunciar a ningún precio. Jesús no dijo, en aquella ocasión, que no había que lavarse las manos o los jarros y todo lo demás; dijo que esto, por sí solo, no basta; no va a la raíz del mal.

Jesús lanza entonces el programa de una ecología del corazón. Tomemos alguna de las cosas «contaminantes» enumeradas por Jesús, la calumnia con el vicio a ella emparentado de decir maldades a costa del prójimo. ¿Queremos hacer de verdad una labor de saneamiento del corazón? Emprendamos un lucha sin cuartel contra nuestra costumbre de descender a los chismes, de hacer críticas, de participar en murmuraciones contra personas ausentes, de lanzar juicios a la ligera. Esto es un veneno dificilísimo de neutralizar, una vez difundido.

Una vez una mujer fue a confesarse con San Felipe Neri acusándose de haber hablado mal de algunas personas. El santo la absolvió, pero le puso una extraña penitencia. Le dijo que fuera a casa, tomara una gallina y volviera adonde él desplumándola poco a poco a lo largo del camino. Cuando estuvo de nuevo ante él, le dijo: «Ahora vuelve a casa y recoge una por una las plumas que has dejado caer cuando venías hacia aquí». «¡Imposible! –exclamó la mujer–. Entretanto el viento las ha dispersado en todas direcciones». Es ahí donde quería llegar San Felipe. «Ya ves –le dijo– como es imposible recoger las plumas una vez que se las ha llevado el viento; igualmente es imposible retirar las murmuraciones y calumnias una vez que han salido de la boca».

Padre Raniero Cantalamessa

Jueves, 16. Agosto 2012 - 13:36 Hora
DOMINGO 20 DEL TIEMPO ORDINARIO /B


«En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él».

El pasaje evangélico continúa la lectura del capítulo VI de Juan. El elemento nuevo es que al discurso sobre el pan Jesús añade el del vino; a la imagen del alimento la de la bebida; al don de su carne el de su sangre. El simbolismo eucarístico alcanza su culmen y su totalidad.

Dijimos la semana pasada que para entender la Eucaristía es esencial partir de los signos elegidos por Jesús. El pan es signo de alimento, de comunión entre quienes lo comen juntos; a través de él llega al altar y es santificado todo el trabajo humano. Planteémonos la misma pregunta para la sangre. ¿Qué significa y qué evoca para nosotros la palabra sangre? Evoca en primer lugar todo el sufrimiento que existe en el mundo. Si, por lo tanto, en el signo del pan llega al altar el trabajo del hombre, en el signo del vino llega ahí también todo el dolor humano; llega para ser santificado y recibir un sentido y una esperanza de rescate gracias a la sangre del Cordero inmaculado, a la que está unido como las gotas de agua mezcladas con el vino en el cáliz.

¿Pero por qué, para significar su sangre, Jesús eligió precisamente el vino? ¿Sólo por la afinidad del color? ¿Qué representa el vino para los hombres? Representa la alegría, la fiesta; no representa tanto la utilidad (como el pan) cuanto el deleite. No está hecho sólo para beber, sino también para brindar. Jesús multiplica los panes por la necesidad de la gente, pero en Caná multiplica el vino para la alegría de los comensales. La Escritura dice que «el vino recrea el corazón del hombre y el pan sostiene su vigor» (Sal 104, 15).

Si Jesús hubiera elegido para la Eucaristía pan y agua, habría indicado sólo la santificación del sufrimiento («pan y agua» son de hecho sinónimos de ayuno, de austeridad y de penitencia). Al elegir pan y vino quiso indicar también la santificación de la alegría. Qué bello sería si aprendiéramos a vivir también los gozos de la vida, eucarísticamente, esto es, en acción de gracias a Dios. La presencia y la mirada de Dios no ofuscan nuestras alegrías honestas; al contrario, las dilatan.

Pero el vino, además de alegría, evoca también un problema grave. En la segunda lectura escuchamos esta advertencia del Apóstol: «no os embriaguéis con vino, que es causa de libertinaje; llenaos más bien del Espíritu». Sugiere combatir la ebriedad del vino con «la sobria embriaguez del Espíritu», una embriaguez con otra.

Actualmente existen muchas iniciativas de recuperación entre las personas con problemas de alcoholismo. Procuran emplear todos los medios sugeridos por la ciencia y la psicología. No se puede sino alentarlas y sostenerlas. Pero quien cree no debería descuidar también los medios espirituales, que son la oración, los sacramentos y la palabra de Dios. En la obra El Peregrino Ruso se lee una historia cierta. Un soldado esclavo del alcohol y amenazado con ser licenciado fue a un santo monje a preguntarle qué debía hacer para vencer su vicio. Este le ordenó que leyera cada noche, antes de acostarse, un capítulo del Evangelio. Él consiguió un Evangelio y comenzó a hacerlo con diligencia. Pero al poco volvió desolado al monje a decirle: «¡Padre, soy demasiado ignorante y no entiendo nada de lo que leo! Déme otra cosa que hacer». Le respondió: «Sigue solamente leyendo. Tu no entiendes, pero los demonios entienden y tiemblan». Así lo hizo aquél y fue liberado de su vicio. ¿Por qué no intentarlo?

Reflexión del Padre Raniero Cantalamessa

Martes, 14. Agosto 2012 - 12:48 Hora
Asunción de María

Se alegra mi espíritu en Dios

El 15 de agosto la Iglesia celebra la glorificación en cuerpo y alma al cielo de la Virgen. Según la doctrina de la Iglesia católica, que se basa en una tradición acogida también por la Iglesia ortodoxa (si bien por ésta no definida dogmáticamente), María entró en la gloria no sólo con su espíritu, sino íntegramente con toda su persona, como primicia –detrás de Cristo- de la resurrección futura.

La «Lumen gentium» del Concilio Vaticano II dice: «La Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma es la imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el futuro, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor, antecede con su luz al Pueblo de Dios peregrinante como signo de esperanza y de consuelo».

El pasaje del Evangelio elegido para esta fiesta es el episodio de la Visitación de María a Santa Isabel, que se cierra con el sublime canto del Magnificat. El Magnificat puede definirse como un nuevo modo de contemplar a Dios y un nuevo modo de contemplar el mundo y la historia. Dios es visto como Señor, omnipotente, santo, y al mismo tiempo como «mi Salvador»; como excelso, trascendente, y al mismo tiempo como lleno de premura y de amor por sus criaturas. Del mundo se pone en evidencia la triste división en poderosos y humildes, ricos y pobres, saciados y hambrientos, pero se anuncia también el derrocamiento que Dios ha decidido obrar en Cristo entre estas categorías: «Ha derribado a los poderosos...». El cántico de María es una especie de preludio al Evangelio. Como en el preludio de ciertas obras líricas, en él se apuntan los motivos y las arias importantes cuyo destino es su desarrollo, después, en el curso de la ópera. Las bienaventuranzas evangélicas se contienen ahí como en un germen y en un primer esbozo: «Bienaventurados los pobres, bienaventurados los que tienen hambre...».

En el Magnificat María nos habla también de sí, de su glorificación ante todas las generaciones futuras: «Ha puesto sus ojos en la humildad de su sierva. Por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada. Porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí». De esta glorificación de María nosotros mismos somos testigos «oculares». ¿Qué criatura humana ha sido más amada e invocada, en la alegría, en el dolor y en el llanto, qué nombre ha aflorado con más frecuencia que el suyo en labios de los hombres? ¿Y esto no es gloria? ¿A qué criatura, después de Cristo, han elevado los hombres más oraciones, más himnos, más catedrales? ¿Qué rostro, más que el suyo, han buscado reproducir en el arte? «Todas las generaciones me llamarán bienaventurada», dijo de sí María en el Magnificat (o mejor, había dicho de ella el Espíritu Santo); y ahí están veinte siglos para demostrar que no se ha equivocado.

¿Qué parte tenemos nosotros en el corazón y en los pensamientos de María? ¿Tal vez nos ha olvidado en su gloria? Como Ester, introducida en el palacio del rey, ella no se ha olvidado de su pueblo amenazado, sino que intercede por él. «Siento que mi misión está a punto de empezar: mi misión de hacer amar al Señor como yo le amo, y dar a las almas mi caminito. Si Dios misericordioso escucha mis deseos, mi paraíso transcurrirá en la tierra hasta el fin del mundo. Sí; quiero pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra». Con estas palabras Teresa del Niño Jesús descubrió e hizo suya, sin saberlo, la vocación de María. Ella pasa su cielo haciendo el bien en la tierra, y nosotros somos testigos de ello.

Comentario de la Asunción por el Padre Raniero Cantalamessa

Martes, 7. Agosto 2012 - 13:15 Hora
DOMINGO 19 DEL TIEMPO ORDINARIO /B

Reflexión sobre las lecturas

Muchos son los que seguían a Jesús. Pero de pronto las cosas cambian.
Estamos en el Evangelio de Juan, cap. 6, en el discurso de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm. Jesús hasta ahora ha dado muchas cosas, ha hecho muchos milagros. Ahora anuncia que dará su propia carne y su propia sangre. Da su propia vida. El es el pan vivo bajado del cielo

La reacción es negativa. La gente murmura contra Jesús.
Jesús quiso prepararles para el gran misterio de la Eucaristía.
En el AT.: Dios hizo caer pan del cielo: el "maná". Con este pan el pueblo se alimentó para poder sostenerse 40 años en el desierto y llegar a la tierra prometida.
Hoy en la Primera lectura recordamos que el Profeta Elias comió un pan misterioso que le dió fuerzas para caminar 40 días por el desierto.
Esa es la preparación remota.
Pero también Jesús les había preparado personalmente: El milagro de la multiplicación de los panes y peces para alimentar a la multitud.
Sin embargo aun le piden un milagro para poder creer.
Están encerrados en sus propios argumentos humanos y no se abren ante los milagros de Jesús: “Acaso este no es Jesús, el hijo de José, y del cual nosotros conocemos el padre y la madre? ¿Cómo es que ahora dice « He bajado del cielo»?”
Jesús les dice que paren de murmurar. La murmuración se alimenta de la lógica humana y cierra el corazón a la sabiduría que Dios nos quiere revelar.
Murmuramos cada vez que hacemos comentarios rápidos en los que no hemos realmente escuchado al Señor.
La fe no proviene de los argumentos humanos. Hay que ser humilde y recibir la fe como don.

Creer en Jesús implica reconocer que Él es el Pan que baja del Cielo. No es suficiente creer que El es un gran hombre, ni siquiera es suficiente creer que es Dios. Hay que recibirlo con fe en la Eucarística para dejarse transformar por Su Presencia en nosotros. Solo así tendremos vida eterna.
Nosotros también atravesamos un gran desierto, con grandes pruebas y dificultades. ¿Donde está Dios? ¡En la Eucaristía! Esta Presente para fortalecernos para poder llegar a la tierra prometida: el cielo. Solo cuando recibimos bien este Pan que es Cristo vivo podemos vivir la vida nueva del Evangelio.

En la segunda lectura de hoy San Pablo enseña una nueva vida: "vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma". Esto requiere un morir: "Toda acritud, ira, cólera, gritos, maledicencia y cualquier clase de maldad, desaparezca de entre vosotros" y un renacer: "Sed más bien buenos entre vosotros, entrañables, perdonándoos mutuamente como os perdonó Dios en Cristo." Esto solo se puede cuando recibimos bien la Eucaristía.

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